
Tiger demostró en el campo de golf de que está hecho. Infranqueable, ha liderado el campeonato desde el penúltimo hoyo de su segunda ronda. Quería ganar, sólo le faltaba elegir la forma en que iba a hacerlo. Se decidió por el inmisericorde aplastamiento. Tiger le sacó cinco golpes a Graeme McDowell, segundo, siete a Ian Poulter, tercero, y ocho a otros siete golfistas más empatados en cuarta posición. Arrasó. En los últimos cinco meses, el perfecto contendiente de domingo perdió cuatro torneos en la última fecha. Llegaba demasiado ajustado a los finales. Así que en el Arnold Palmer decidió que debía poner tierra de por medio. Como dijo su nuevo caddie, Joe LaCava: "Era un hombre con una misión ahí fuera". McDowell, su amigo, fue más contundente: "Es un privilegio estar en primera fila viendo al mejor de la historia hacer los que mejor sabe: ganar torneos de golf".
Un batería de lesiones en el tendón de Aquiles, por donde se rompen los héroes, y las rodillas y unos problemas personales que derivaron en un costoso y doloroso divorcio, expulsaron al estadounidense de la élite. En menos de un año Tiger había caído del cielo. En dos, vagaba más allá del puesto 50 del ranking mundial, un desierto donde sólo sobreviven los carroñeros. Ya no brillaba, denostado por patrocinadores y opinión pública; abandonado por amigos y compañeros; sacudido sin compasión por las redes sociales y la blogosfera. En ese tiempo, incluso rompió relaciones con su caddie Steve Williams y abandonó a dos entrenadores (Butch Harmon y Hank Haney). Se refugió en otro buen técnico (Sean Foley) y el mencionado LaCava. Con ellos, Tiger ha regresado a su potente, poderoso y elegante swing al que nada puede detener, ha vuelto a dominar en los greenes y ha vuelto a ser el mejor en el campo. "Hay mucho trabajo detrás de esto, mucho sacrificio. Pero ha sido pura diversión", dijo el norteamericano al terminar. FUENTE